domingo, 25 de enero de 2015

Especial Alatir/Selim 2

Tenía los ojos cerrados. Pero no hacía falta que viese nada para saber exactamente lo que me rodeaba. Estaba en mi casa, en Damasco. Conocía ese sitio mejor que ningún otro. Me encontraba en un recoveco del patio trasero. Sentado entre cojines, en una esquina, mi cabeza se apoyaba en un reborde que había a unos setenta centímetros del suelo. Eso separaba la pared de  una decoración hecha en estuco. El resto era de piedra lisa. Justo al final de la zona estucada, una banda de decoración pintada se podía aún intuir. Esa decoración debía de datar de la época de mi bisabuelo porque se veía algo, pero no se distinguían los detalles. En el techo había una reja hecha se madera por la que se colaba una hiedra que subía por la pared exterior hasta arriba y empezaba a bajar por allí. El sol que me daba en la cara jugaba con las hojas que se movían al viento y con la reja. Ese dulce calor me recordaba a mi infancia y me hacía sentir como ese niño que hacía la siesta en el patio trasero de la casa después de una dura mañana de juegos. Al otro lado de la sala había una fuente de agua que refrescaba el ambiente tanto por el ruido como por la sensación. Era muy humilde: un tubo salía de la pared y vertía agua en una pequeña cuba de mármol. Alrededor de la fuente, el suelo era de piedra, lo que facilitaba el limpiarlo si salpicaba algo, pero el resto del patio era de tierra. Los cojines, sobre los cuales me encontraba, se amoldaban perfectamente a mi cuerpo y eso daba una sensación aún mayor de comodidad. Me podría haber quedado para toda la vida en ese sitio. Alatir siempre me decía que tenía alma de sultán...

El recuerdo de mi amigo me hizo abrir los ojos. La vista de lo que me rodeaba en realidad me deprimió aún más. No me encontraba en Damasco, estaba en la casa de mi abuela en Egipto. Hacía ya varios años que me era imposible volver a ese antro de paz que era para nuestra casa en Damasco. La Primavera Árabe y sus consecuencias nos lo impedían. Tenía familia tanto entre los Rebeldes como en el ejército. Los más cercanos pudimos huir al Cairo, en una casa cerca del Nilo que tenía mi abuela materna. Pero no todos pudimos. Mi familia siempre había sido extensa, y ahora no estaba seguro ni de quien está vivo, ni de a quien tenemos que llorar. Para nosotros no era fácil pensar en que puede que jamás pudiésemos volver a casa, pero cuando se miraba la suerte que habíamos tenido teniendo una abuela egipcia que nos diese refugio, opinábamos que éramos de los más afortunados.

La sala en la que estaba era muy sencilla. Paredes marrones, algún que otro tapiz decorándolas, sillones cómodos, y ventanas pequeñas, que no dejaban pasar el calor. No era ni mucho menos mi patio trasero en Damasco, pero tampoco estaba tan mal. Aunque en ese preciso momento habría podido morder al primero que se me pusiese por delante. El pensar en mi amigo ya me había puesto de mal humor, pero el ver a mi hermana estirada en los brazos de su última pareja me enojaba muchísimo más. Aún me dolía la mano de haberle roto la mandíbula al imbécil que se había ligado en Febrero, lo que había acarreado la rotura de varios de mis nudillos. No me encontraba lo suficientemente fuerte como para agredir a otra persona. Aunque en defensa de Ahmed, tenía que admitir que el pobrecillo se rompería con un simple empujón. Era completamente lo opuesto a los chicos con los que solía salir mi hermana. Era más bajo que ella,  o al menos esa era la impresión que tenía, no era muy guapo, de complexión escuchimizada, pelo alborotado que no había quien pudiese peinar (aunque la verdad, a mi me pasaba lo mismo, por lo que entiendo el desespero que podía sentir el pobre cada mañana delante del espejo), ojos marrones, pelo marrón y ni un gramo de músculo. Era una persona amable y buena, que se había enamorado de mi hermana hasta el tuétano. Y aún no sabía por qué milagro, ella parecía corresponderle en eso.

Se habían conocido porque ella era escritora de cuentos infantiles. En una biblioteca cercana a nuestra casa, le pidieron si podía leer uno de sus cuentos en un evento especial para los niños. El día señalado, Safia se levantó sin voz. Como no podía hacer una llamada, se fue hacía la biblioteca para decirles, como pudiese, que no podía hacer lo que le habían pedido. Cuando fue allí y mientras intentaba comunicarse, escuchó hablar a Ahmed. Se le iluminaron los ojos y pidió si podía ser él el que leyese su cuento. No estaba, pero me habría encantado verle la cara al pobre chico cuando Safia le pidió de leer su cuento y de volverlo a hacerlo la semana siguiente. Estuvieron pesados con el gustarse pero no decir nada durante semanas, hasta que nuestra abuela siriana tuvo que meter mano en el asunto y darle una patada en el culo a los dos. Ahora los veía abrazaditos, ella escribiendo con su móvil un nuevo cuento y él más contento que unas pascuas. Nuestros padres no querían que se queden solos demasiado tiempo así que tenía que vigilarlos yo (ya ves el trabajo agradable). Para darles intimidad, me ponía en una esquina y me quedaba dormido entre los cojines mientras ellos estaban libres de hacer lo que quisieran. De mi hermana no me fiaba ni un pelo, pero Ahmed era del tipo a seguir las reglas hasta la última letra. Si les habían dicho de no hacer nada, no iba a hacer nada. Lo que a mí me iba muy bien porque yo les dejaba a sus quehaceres y a mí me dejaban en paz en mi rincón. Desde que ya no hablaba con Alatir, mi familia se había vuelto de lo más pesada con saber cada detalle de su vida. Ni que fuera radio-patio-Marie. No sabía, y sobre todo no quería saber nada de su vida. Por mi, como si se tiraba de un puente. No tenía ganas de ir por el mundo explicando qué es lo que nos había pasado y porque no quería hablar con él de ninguna manera. Era algo de los dos en lo que nadie tenía que meter el morro.

Por las noches, cuando me moría de calor en mi cama, me ponía a pensar en aquella noche de carnaval. Había sido de los peores días de mi vida, aunque había empezado magníficamente. El sitio era precioso, la ambientación alucinante y había encontrado un lugar perfecto para poder hablar con George a solas. Fue en el momento en el que las cosas fueron seriamente que todo se torció. No solo el hombre que me gustaba se había reído de mí, sino que encima Alatir se había metido en donde no le llamaban. Me había dicho que no iba a ir a esa fiesta. Le había estado dando la lata hasta el último minuto para que fuese y él había seguido diciendo que no quería hacer el ridículo vestido de payaso. Pero en el peor momento de todos, en el que más miserable me había sentido nunca, allí había aparecido y le había dado un puñetazo al imbécil musculado aquel. Después de lo ocurrido lo habían echado por tratos homófobos. Pocas veces había visto al jefe tan enfadado con alguien. El idiota había intentado acusar a mi amigo de agresión, pero mi hermana y yo habíamos saltado al instante para explicar lo ocurrido. No duró ni dos días más en ese sitio. Pero a mí eso ya me daba completamente igual. El hombre que amaba se había reído de mí, me había insultado, y lo peor es que no me había podido defender. Durante mucho tiempo había pensado qué le diría al primero que me tratase de monstruo o anormal. Pero llegado el momento, me había quedado paralizado, sin saber qué hacer. Otra persona tuvo que defender mi honor. ¡Ni siquiera de eso era capaz! Pero allí no había acabado la pesadilla. Yo pensaba que las cosas no podían ir a peor. Estaba muy equivocado. Me encontraba en mi refugio, en un lugar de la biblioteca al que nadie iba nunca, y Alatir me encontró. Lo había reconocido al instante. Sabía perfectamente que era él el enmascarado que le había propinado el puñetazo del siglo a George, lo conocía demasiado bien. Conocía su técnica, su voz, sus movimientos, su cuerpo. Podría haber distinguido a mi amigo en cualquier lugar, entre miles de personas. En ese momento me sentía poco más que miserable, lo único que quería era estar solo. De entre todas las personas, él era la última a la que quería ver. No sólo me había estado engañando durante semanas, sino que además se había escondido para ver el mayor fracaso de mi vida y ENCIMA me había tenido que defender. Me sentía humillado y enfadado contra el mundo entero. Había conseguido una hora de paz hasta que apareció a mi lado. Durante un segundo, una parte de mí se calmó y se alegró de que estuviese allí. En el fondo quería que me consolase, que me dijese que ese idiota se había merecido lo ocurrido. Pero no obtuve lo que quería. De su boca solo salieron reproches y palabras duras. No pude soportarlo. Ese hombre no entendía nada de lo que me pasaba, nunca lo había hecho. Nos conocíamos desde que éramos bebes, pero a veces tenía la impresión de que Marie podía leer mucho mejor en mí que él. Discutimos acaloradamente, no necesitaba que él me dijese cosas que yo ya sabía. Después de ver cómo mi supuesto mejor amigo me trataba, lo único que quería era desaparecer de la faz de la tierra. Entonces ocurrió algo que me marcaría. Queriendo huir, queriendo escapar, queriendo simplemente recuperarme de todo ese dolor, Alatir me coge del brazo y... y...

No podía pensar de nuevo en aquello. Cuando esa escena volvía a mi mente, me tenía que levantar y dar largos paseos para poderla olvidar. No había vuelto a hablar con él desde entonces. Me había querido hablar infinidad de veces, pero yo lo rehuía. No tenía fuerzas para afrontarle. No quería saber si había sido una broma para que me relajase o... había sido completamente en serio. Aún, después de tantos meses, podía recordar la sensación de sus labios contra los míos, de su dulce sabor, de la delicadeza de su lengua buscando la mía. Lo recordaba todo como si me acabase de dar otro beso. Me había atrapado en un segundo. Nunca me había sentido así frente a nadie. Al principió me engañé diciéndome que era por mi estado emocional de esa noche. Luego tuve que admitir que puede que fuese algo más. Pero me negaba a hablar con el idiota que jugaba así conmigo. Alatir podía serle fiel a una sola mujer a la vez, pero era un hombre. ¿Cómo podía, el Don Juan de turno, ir a por mí? Lo había seguramente hecho para que me calmase, para consolarme porque había visto que con las palabras no podía. Pero eso me había hecho más daño de lo que se podía imaginar. Estoy convencido que me quería hablar sólo para disculparse de aquella vez. Pero yo no quería que lo hiciese, no quería que viniese y me pidiese perdón por aquello. Me hacía daño sólo el pensar en su cara sonriente, incómodo, sin saber dónde ponerse, diciendo que lo único que quería era animarme, que para eso estaban los amigos. ¡Pues yo no quería! No pensaba hablar con él nunca más si era preciso. Había hecho misiones lo más lejos posible del Centro de Departamentos y cuando mi jefe había decidido que ya había llenado el cupo del año, había cogido vacaciones y me había venido aquí. Safia me había acompañado. Siendo escritora, podía trabajar desde cualquier lado, mientras tuviese internet a mano. Y no sólo ella, mis padres también habían decidido que una pequeña visita a mis abuelos empezaba a imponerse. Cuando se lo proponía, mi familia era extremadamente agobiante.

Mi padre me despertó de mi ensoñación porque mi abuela materna quería verme. Se encontraba en la cocina. Supongo que me tocaba hacer de pinche como cada vez que me llamaba. No me molestaba, me gustaba cocinar con ella, era toda una experiencia. Él venía a cambiarme la guardia.

- Francamente papa, deja al pobre Ahmed en paz. Él no es el peligroso de la pareja.

- ¿Qué insinúas, hermanito?

- Lo que has oído. Te llegamos a dejar sola con él y el pobre acaba medio muerto.

- ¡Largo de aquí antes de que el cadáver seas tú!

Me fui de allí con una media sonrisa que desapareció nada más llegar al pasillo. Antes de eso vi como Ahmed intentaba calmar al torbellino de metro y medio que yo tenía por hermana. Decididamente, ese hombre era el que le convenía. Le habríamos todos dado el visto bueno desde hacía mucho si no tuviésemos el problema de Alatir. Safia siempre decía que no se casaría con ningún hombre a menos de tener la aprobación de sus dos hermanos, que en ese caso éramos mi amigo y yo, y por ahora cumplía esa promesa. No sé qué le había explicado, pero Ahmed parecía entender la situación y aceptarla. Ese hombre se merecía una estatua de cookies hecha a su imagen. Como mi hermana lo dejase escapar, es que era idiota perdida. Aunque viendo cómo se enganchaba a él, me parecía que no iba a permitir ni que se le acercasen a menos de treinta centímetros. Ya me la imaginaba, en forma de pequeña víbora, enroscada a su cuello, silbando a todo ser que llevase faldas y teniendo que ser calmada por él, con su sonrisa de compromiso. Esa imagen me devolvió un poco el buen humor antes de entrar en la cocina.

El santuario de mi abuela materna, Nazia, era muy sencillo. Algunos armarios de plástico colgados en las paredes, millones de cacerolas embutidas en ellos, un fuego muy simple, una pica para lavar platos y alimentos en piedra, y el suelo de cerámica para poder limpiar bien después de cada comida. Cuando llegué me ordenó hacer lumpias. Era una receta muy fácil. Eran unas especie de rollitos de primavera, pero mucho más finos y pequeños, y normalmente rellenos de verduras. Los hacía desde que era pequeño. Sin pensar demasiado, empecé a hacer unos pocos, pero cuando mi abuelo probó uno que acababa de freír, me dijo que me alejase ahora mismo del fuego y que no tocase nada más. Cuando quise preguntarle el porque me dijo que estaban poco más que asquerosos.

- Habibi - a todos los nietos nos llamaba así, incluyendo al idiota de servicio - a ver, explícale a la abuela, qué te perturba tanto - al ver mi cara de extrañado se explicó - Cuando alguien está turbado aquí - uno de sus dedos regordetes, llenos de artritis por haber trabajado toda la vida, señaló mi pecho - ni el plato más simple es capaz de salir. Hacer las cosas con las manos, ya sea caligrafía, pintura, construcción, o cocina, requiere un corazón tranquilo porque si no, no se consigue hacer nada - me cogió del hombro, como cuando era pequeño y estaba enfadado, y me llevó hasta una salita contigua en la que había un sillón lleno de cojines en donde nos sentamos - Ahora me lo vas a explicar todo, y no quiero que me ahorres un solo detalle.

 Al principio no quería decirle nada. No quería contarle mis desgracias como un niño pequeño que se ha hecho daño. Pero sus bondadosos ojos me impelieron a hablar y cuando empecé, no pude parar. Apenas hablé de George, sólo para poner las cosas en su sitio. Fue más sobre Alatir y lo confundido que me encontraba. Las palabras salieron de mi boca sin parar. Le dije todo lo que había guardado hasta entonces, incluso cosas que no me había dicho a mí mismo. Me liberé de tal presión que al final casi estaba en llanto. Me sentía aún más ridículo que antes.

- ¿Sabes cuál es el verdadero valiente, pequeño? - ¿a qué venía eso? - No es el que afronta las cosas sin miedo, sino el que lo hace, teniéndole pánico a todo, y no se echa atrás. Ahora mismo, lo que tienes que hacer es ir a ver a tu mejor amigo - quise protestar, pero no me dejó - tienes que hablar con él. Las cosas no se arreglan huyendo a la otra punta del mundo. Se arreglan hablando. Ya sé que lo más fácil y tentado es desaparecer. Pero tú tienes que saber, aunque no quieras, lo que fue ese beso. Tu auténtico miedo, Habibi, es que fuese una broma de su parte. A todos nos da miedo afrontar lo que hay dentro de cada uno. Tienes que ir a verle y hablar seriamente hasta que todo esté arreglado - aunque su tono era suave, sabía que no iba a aceptar un no como respuesta, así que asentí - Muy bien, ahora vas a ir a preparar la mesa, y luego te vas a ir a buscar un vuelo para volver a casa. Incluso la bola de plumas que tienes de mascota no quiere salir de aquí en ningún momento de lo triste que está - era verdad. La pobre Lelya lo pasaba fatal cuando veníamos a Egipto. No le gustaba el calor y además ahora estaba lejos de Horus y eso la afectaba - Mientras tanto, yo acabaré de hacer los lumpias. Si servimos los que has hecho, Safia te acusará de querer matar a su novio.

La cena pasó sin problemas. Me libré de la acusación de asesinato ya que los lumpias de nuestra abuela siempre estaban deliciosos. Tres días después cogí un avión de vuelta a casa. Pocas veces había visto Lelya tan contenta de volver. Me ahorraré la descripción de cuando volvió a encontrarse con Horus. Lo único que diré es que estaban muy contentos de verse de nuevo. Yo preferí eclipsarme, no fuese que el amo del halcón me encontrase. Le había dicho a mi abuela que afrontaría a Alatir, pero aún no me veía capaz de hacerlo. Pero no pude evitar el encuentro por mucho tiempo.

  Algunos días después de volver, el Centro de Departamentos era un hervidero. La noche anterior habíamos sufrido un ataque de Arthur Hinekan. Como prácticamente todo el mundo, había visto el vídeo de seguridad. Tengo que admitir que los dos que lo habían afrontado los tenían bien puestos, sobre todo él. No solo habían participado a un tiroteo, sino que él había amenazado al loco de Hinekan con una espada, que aún no sabía de dónde había salido, y se había subido encima de un perro de tres cabezas enorme. Todos admitían que eran impresionantes. Se rumoreaba que igual ingresaban en la empresa. Serían unos valiosos reclutas, pero algo me decía que, en realidad, los problemas estaban a punto de empezar.

En esas estaba cuando sentí que me tiraban hacía atrás. Ya sabía quién era antes de hundirme en esos ojos grises, extrañamente triunfantes. Alatir vestía una sudadera roja y unos tejanos. Lamentaba tener que decirlo pero, le quedaba muy bien. Me arrinconó antes de que pudiese decir nada. El puñetero era un cazador de primera. Y aquí, yo era su presa.

- ¡Te tengo! - dijo exasperado - ahora sí que no te escaparás de mi. Vamos a acabar de una vez por todas esta conversación - su expresión había cambiado a enfado.

- ¡Déjame ir! - sabía que le había prometido a mi abuela que lo enfrentaría, pero ni siquiera me había podido preparar.

- ¿Y por qharía eso? No te veo muy ocupado ahora mismo.

- Aunque no lo parezca, el trabajo de bibliotecario es más difícil de lo que te puede parecer. Tengo muchas cosas que hacer. No me puedo entretener en una charla contigo, y menos ahora.

- ¿Quieres parar de rehuirme de una vez?

- No tengo nada que decirte

- ¡Llevas así desde Carnaval, me tienes bastante harto!

- Lo siento si al señorito le tiene hasta las narices mi comportamiento, pero no voy a parar de trabajar ahora porque A TI te venga bien.

No eran más que excusas vacuas, pero tenerlo así de cerca me desestabilizaba mucho más de lo que había querido admitir. No quería acabar la conversación que él parecía querer terminar por todos los medios.

- Pues se siente, pero aquí no nos ve ni oye nadie - un escalofrío en mi espalda me decía que no era del todo cierto, pero no podía despegar mis ojos de él - así que, aunque tenga que utilizar la fuerza, vamos a hablar. Tengo demasiados interrogantes que has dejado MESES sin resolver, huyendo como lo has estado haciendo.

- ¡Que me dejes en paz Alatir! No pienso contestar ninguna de tus estúpidas preguntas, ni te voy a dar explicaciones de lo que hago o dejo de hacer.

- Pues vas a tener que hacerlo Selim, porque no te voy a dejar en paz. Ya se ha acabado el darte espacio. Estoy hasta las narices que me evites y me grites cada vez que quiero hablar contigo.

- ¿Será porque no quiero tener ningún contacto más del estricto necesario? - mi tono de voz subía más de lo que tendría que haber hecho, pero me estaba presionando demasiado.

- Pero, ¿por qué? ¿Qué he hecho para que me trates así? - ¿que qué había hecho? ¿ESE IMBÉCIL NO RECORDABA NADA?

- ¡A mí eso me da igual!

La voz que dijo eso último venía de un pasillo de los que salían de la pequeña sala redonda artificialmente creada a base de estanterías. Era una voz fuerte y grave. La había oído suficientes veces gritándome encima como para reconocerla al instante. La siguió un hombre negro, de cerca de dos metros de altura, lleno de músculos, vestido con una camisa blanca y unos pantalones de traje. Era mi jefe, el señor Heffernam. Fue entonces cuando me di cuenta que no sólo él nos había estado escuchando discutir. También pude ver a nuestra radio-patio particular, Marie, acompañada de dos personas más. La primera era una joven de largo pelo marrón oscuro y ojos combinados. Tenía una mirada de quién han pillado, pero parecía ver más de lo que uno pensaba. Era de estatura normal, un metro setenta aproximadamente, y vestía un vestido demasiado festivo para la hora. Lo más probable es que hubiese pasado una noche en blanco. Le acompañaba un gigante. De pelo negro, y ojos más oscuros que los míos, su mirada, a punto de ahogar a su compañera por alguna razón, abarcaba lo que le rodeaba desde cerca de los dos metros de alto. Yo siempre había considerado a mi jefe, de un metro ochenta y nueve, la persona más alta que había conocido nunca, pero él le sobrepasaba claramente. Había oído el rumor que el anterior jefe del Departamento de la Noche había sido también muy alto. Pero había muerto antes de que yo ingresase en la compañía, por lo que sólo lo conocía de los archivos que había consultado alguna vez. Por desgracia no se mencionaba su altura, pero algo en ese joven, vestido con camisa blanca y tejanos, me recordaba a las fotos que había visto del ex-jefe del Departamento de la Noche. Aunque también podían ser imaginaciones mías, no era el mejor momento para hacer conexiones.

- Vais a salir de mi biblioteca ahora mismos, ¡los dos! - enfatizó mi jefe antes de que pudiese protestar - y vais a resolver el puñetero problema que lleváis arrastrando desde Febrero. ¡No quiero protestas Selim! - había vuelto a intentar hablar - Tu rendimiento ha bajado mucho y se debe a esta disputa - otro que me hacía la moral. ¿Me querían dejar todos en paz? - Me da igual como, pero vais a discutirlo todo. No quiero saber si no os volvéis a hablar en la vida o si por fin se arregla lo que haya pasado que haya producido esta situación. Pero esto no puede y no va a seguir así. Salid de este sitio ahora mismo, ¡es una orden!

No podía discutir a una orden directa del señor Heffernam y ya no tenía excusa frente a Alatir. Tendría que discutirlo todo con él en ese preciso instante. Dejamos al jefe con Marie y los dos, no sin antes ver al jefe del Departamento de la Seguridad, Andrew, hablando con el jefazo supremo, el señor Ysoer. ¿Qué pintaban allí? Eso ahora no es que me importase lo más mínimo. Alatir me arrastró hacia el exterior y no se paró al llegar a la calle. Continuó arrastrándome hasta el primer taxi que pilló. Una vez dentro dijo una dirección y el taxi arrancó.

- ¿Pero se puede saber por qué narices vamos a mi casa? - la dirección dada era la mía.

- Principalmente porque vamos a discutir, vamos a gritar, no quiero que nos oigan y en tu casa no puedes huir hacía un lugar seguro porque te acaban de echar del único otro que tienes aparte de ese - me sonrió con suficiencia. No sabía qué me retenía de darle un puñetazo en toda la cara.

Quise llamarle de todos los nombres, pero no se me ocurría ninguno lo suficientemente fuerte para exprimir toda la rabia que sentía, así que me giré hacía la ventanilla, y miré al exterior el tiempo que duró el trayecto. Alatir no dijo nada. Sabía perfectamente que por mucho que me enfadase y refunfuñase, tendríamos que dejar las cosas claras o mi jefe no me dejaría volver. Este sabría si le mentía y le decía que ya lo habíamos arreglado cuando no era el caso. No tenía escapatoria alguna, pero eso no quería decir que no lo intentase hasta el final. No discutí para hacer cambiar de idea a mi amigo puesto que, si pasaba cualquier cosa, siempre lo podía echar a patadas de mi piso alegando que, si quería ponerlo de patitas en la calle, estaba en mi derecho.

Después de unos diez minutos, llegamos a nuestro destino. Alatir pagó la cuenta y se fue directo hacía mi casa. No hacía falta ni que me pidiese permiso porque tenía un doble de la llave siempre encima por si acaso. Yo le seguí como el pobre cordero al que llevan al matadero. El taxista tuvo el detalle de no hacer ni un comentario durante todo el trayecto. No estaba de humor para soportar la filosofía de su gremio. Mi amigo entró por las puertas de hierro que cerraban el portal del edificio y subió al ascensor. Hice un amago de querer subir por las escaleras pero me dijo que ni se me ocurriese. Tuve que hacerle caso, ya me podría desahogar con él luego. Vivía en un quinto piso. Las vistas eran preciosas y el precio asequible, pero era un asco cuando se estropeaba el ascensor y tenía que subir a pie, lo que ocurría, al menos, una vez por semana. Alatir se apoyó de brazos cruzados en una pared, sin quitarme el ojo de encima, con una media sonrisa. Sabía que eso me ponía histérico perdido, pero sabiendo que era provocación, no dije nada y me quedé callado el tiempo del trayecto. Cuando la campanilla conforme habíamos llegado a mi pisó sonó, salí escopeteado. Esperaba que al menos me dejase entrar en mi apartamento el primero. Todo estaba como lo había dejado por la mañana al irme. El salón se componía de una tele sencilla, puesta sobre un mueble que unía dvd y consola de videojuego (ni me preguntéis cuál es, eso es cosa de Alatir, que decidió que tenía que tener uno de esos aparatos en mi casa. Cuando vio que no lo utilizaba, se desesperó y recuperó el aparato para cuando viniese él). Tenía un sofá enorme y tres sillones extremadamente esponjosos para leer tranquilamente. Había una mesa recubierta de libros, con el bol de cereales de la mañana aún allí. Las paredes estaban recubiertas de estanterías, agujereadas como quesos porque los libros que supuestamente deberían haber estado allí, se encontraban por todo el piso. Siempre había pensado que una casa llena de libros por todas partes era acogedora. Alatir tenía su propio estante. Estaba repleto de videojuegos y revistas de aventuras. A ese hombre no se le podía mantener quieto en casa ni atado con una soga. Creedme, lo he probado.

- Esto está más desordenado que nunca - dijo él mirando a su alrededor. Por extraño que pareciese, era muy ordenado.

- ¿Quién te ha pedido tu opinión? - encima de que íbamos a discutir, no quería que me hiciese de decorador de interiores.

Intenté recoger alguna cosa, porque lo quisiese admitir o no, el que me dijese que tenía la casa hecha un asco me molestaba. Pero no tuve tiempo ni de ir a por los cereales. Mi amigo me volvió a arrinconar en una estantería, poniendo los brazos a cada lado de mi cuerpo para evitar la huida.

- Ahora que estamos en tu casa, vamos a acabar de hablar.

- No hay nada de qué hablar - si al señorito se le había olvidado lo que yo no conseguía quitarme de la cabeza, si que no teníamos nada que discutir.

- ¿Que no hay nada de qué hablar? ¡Me pegaste un puñetazo en la cara! Y te informo de que sabes hacer daño.

- ¿A quién la culpa? No tendrías que haber jugado con ese tipo de cosas.

- ¿Jugado? Me estaba sincerando contigo y la única respuesta que obtengo es una agresión. Creo que me merezco al menos una explicación del porqué, ¿no crees?

¿Sincerando? No se podía estar sincerando. Era imposible. Alatir no era gay. A él le gustaban las mujeres. Siempre lo habían hecho. Las perseguía desde había empezado a considerar que las niñas, al final y al cabo, no eran tan tontas. ¿Cómo podía tener el santo morro de decir que se estaba sincerando conmigo? Y por favor, ¿quién se declara besando directamente a la otra persona? Mi amigo sabía desde hacía demasiado como ligar como para que utilizase esa técnica.

- No te estabas sincerando, estabas intentando tranquilizarme. ¿Te parece graciosa esa forma de hacerlo?

Durante un segundo vi como unas ganas irrefrenables de torcerme el pescuezo pasaban por la mente de mi amigo. Cualquier otra razón era absolutamente imposible. Lo conocía demasiado bien.

- ¿Llevas evitándome meses por que el señorito se ha puesto entre ceja y ceja esa película? ¿No se te ha pasado un segundo por la cabeza que hablase en serio?

- ¿Cómo vas a hablar en serio? Justo la noche en la que sufro mi mayor desastre amoroso, vas y no se te ocurre otra cosa que...

No tuve tiempo de acabar mi frase. Me vi impelido por una circunstancia apremiante y que me imposibilitaba poder articular cualquier palabra. Alatir, no había querido esperar a que terminase de hablar. Se había pasado por el forro cualquier comentario que pudiese aún esgrimir contra él y me había vuelto a besar. Tenía que admitir que la técnica había sido eficaz para hacerme callar. No sabía ni qué decir. No sé qué expresión tenía que tener, pero una brillante sonrisa de triunfo se dibujó en su cara.

- Deja ya de discutir y pelear.

Me volvió a besar. Cómo estaba completamente sin palabras, el hombre se aprovechaba. A mi puñetera mente se le había quedado grabado demasiado bien cada detalle de la primera vez. El sabor, el dulzor, la suavidad y el maldito savoir-faire de mi amigo me volvían a invadir como aquella vez hacía tantos meses. No me había podido resistir en ese momento y ahora volvía a estar en la misma situación. Sabía cómo besar y utilizaba cualquier método conmigo para que dejase de debatirme. Y lo conseguía.

- Lo que a ti te molesta soberanamente es que no fuese en serio. No querías que te hubiese besado simplemente para calmarte porque no sabía cómo hacerlo si no - el muy guarro no iba para nada desencaminado, de hecho lo había acertado de lleno, pero no se lo iba a admitir ni borracho de absenta - pues escúchame bien - se me acercó aún más. Sus ojos grises ardían y yo me estaba dejando quemar en ellos gustosamente - Cuando descubrí que eras gay, creí que me iba a dar algo porque era tu mejor amigo y nunca me habías dicho nunca. Después, cada vez que te venía animado con la fiestecita de las narices, en dónde te había impelido a que te declarases, la única cosa que quería era ahogarte y más aún, ahogar al tipo al que te querías declarar. No fue hasta la noche misma, en cuanto te vi en la biblioteca, llorando por un gilipollas que no se merecía ni que le dieses la hora, que mi cólera estalló y fue cuando entendí porque estaba tan enfadado. Y - una sonrisa endemoniada se instaló en sus labios, que devoraba con la mirada - tienes que admitir que toda tu huida es por la misma razón.

Y me volvió a besar. Pero esta vez el beso no solo era profundo, sino que era recíproco. Poco importase que lo admitiese en voz alta o no, estaba claro que todo lo que lo que sentía mi amigo, yo lo compartía. Mis ojos, mis labios, mis brazos, aferrándose casi con desesperación a él, hablaban mejor que cualquier discurso que podía o hubiese podido hacer. Encajonado en  mi biblioteca, me dejé transportar hasta un lugar al que nunca había creído que pudiese llegar. Alatir me conocía más que cualquier otra persona. No importaba que no se hubiese dado cuenta de que me gustaban los hombres, ni de que nunca se lo hubiese dicho, conocía cada recoveco de mi mente y esa noche iba a utilizar esa sabiduría mejor de lo que jamás me hubiese imaginado. Mi cuerpo resultó no ser un misterio para él. El conocerse desde casi antes de aprender a andar podía servir de mucho. Con él, me sentí más libre que con cualquier otra pareja. No hacía falta que le dijese nada, sabía hacía donde tenía que ir, qué tenía que hacer, en qué momento hacerlo, cuanto tenía que durar todo. El resultado hacía vibrar cada fibra de mi cuerpo. Sus ojos, como dos teas que me carbonizaban placenteramente, me decían claramente que disfrutaba de sobremanera de esa innecesidad de articular palabra. Sus manos iban instintivamente a los lugares correctos, mi cuerpo respondía a sus caricias de forma sin igual. Me rendía ante él sin condiciones.
 Pero no sólo él sabía lo que tenía que hacer. Mi mente estaba completamente absorbida, sólo existía Alatir en este mundo y yo era el único que tenía el conocimiento necesario para hacerle llegar al éxtasis. Como él, gozaba del simple hecho de no tener ni que pensar para ver cómo se estremecía con una simple caricia de un dedo por su hombro y a lo largo de su brazo. Eso era lo que más efecto tenía en él. Sus pupilas se dilataban y su mirada se volvía casi feroz. En esos momentos, una sonrisa de satisfacción aparecía en mis labios pues había apretado el botón adecuado, y ambos lo sabíamos. Ya ni recordaba nada de la discusión, ni de los nudillos aún doloridos por el puñetazo en defensa de Safia. Lo único que sentía y deseaba era al hombre que tenía delante, el que sabía todo de mí, el que se estremecía con un simple beso en el cuello, el que sonreía en cuanto veía que no podía, ni quería, defenderme de él, el que entrelazaba sus dedos con los míos para no dejarme escapar nunca, el que sabía todo sobre mí y yo todo sobre él.
Esa noche fue mucho más que unas horas de pasión. Fue un baile en el que cada uno conocía el siguiente paso a dar, una enardecida discusión sin palabras sobre el todo y la nada, una declaración de intenciones, un monólogo, una pintura, un poema, una pieza de piano a cuatro manos. Un simple "te quiero".


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A la mañana siguiente, lo primero que sentí fueron unos brazos presionándome fuertemente contra un pecho. La sensación inicial fue de ahogo, hasta que realicé que esos brazos, aunque fuese la primera vez que me tenían cogido de esa manera, me eran completamente familiares. Los conocía tan bien. Abrí un ojo, y me encontré con una pequeña cicatriz a nivel del codo. Si no la conocías, no podías verla. Contrariamente a lo que uno se podría haber imaginado conociendo la vida ajetreada de Alatir, esa cicatriz se la hizo por mi culpa. Teníamos que tener cinco años, acompañábamos a nuestros  padres por última vez a su excavación, luego se volvería imposible obtener permisos. Estábamos jugando con unos palos como si fuesen espadas. Cerca de dónde nos batíamos en duelo, había un agujero en el que habían acabado de trabajar esa mañana, lo estaban aún cartografiando a toda prisa. En un ataque de mi amigo, intentando esquivarlo, perdí pie y caí. Alatir tuvo los reflejos suficientes para cogerme del brazo, utilizar su peso para hacerme dar la vuelta y caer en el agujero en mi lugar. Asustado por que hubiese muerto de un golpe de la cabeza por salvarme, corrí a ver cómo estaba. Había llegado al fondo y tenía un corte muy feo en el brazo. Resultó que se había con un pequeño cofre que resultaría ser el hallazgo de la campaña. Se habría quedado a escasos centímetros de la superficie y lo más probable es que hubiese acabado en el mercado negro. Tuvieron que vacunarle contra casi todo y lo único que quedó fue esa cicatriz, pero el descubrimiento hizo extremadamente feliz a nuestros dos padres. Mientras recordaba todo eso, iba acariciando tranquilamente la cicatriz.

- ¿Nos sentimos culpables por habérmela hecho? - no hacía falta que lo mirase, sabía que estaba sonriendo.

- Ni remotamente, fue el descubrimiento de la última campaña de nuestros padres - se oyó una carcajada.

- Podrías, al menos, haber disimulado.

- No, se acabó el mentir - me giré y me lo encontré mirándome. Esos ojos, que durante toda la noche habían ardido, hoy eran un remanso de paz, aunque podía ver cómo se reían de mí. Como venganza, le besé (ya ves que venganza, pero en ese momento me daba lo mismo) - ahora a hacerle frente a todo.

- A mí, la verdad es que no me da miedo gran cosa. Tus padres me conocen desde creo que antes de que naciese. Y tal como eres tú, lo más probable es que estén encantados de que por fin hayas dejado de estar depresivo - protesté a ese comentario. Lo único que obtuve como respuesta fue una risita y un beso en la frente - y creo que entre todos los hombres, preferirían de muy lejos tenerme a mí como yerno que a cualquier idiota, como tiene tendencia Safia a elegir.

- Pues su último novio es un encanto - Alatir abrió los ojos de par en par - en serio. Se llama Ahmed. Es bibliotecario. Muy serio, bastante bajito, ni un gramo de músculo, pero parece adorar a mi hermana. Es muy gentil, hace caso de todo lo que le dicen y creo que mi hermana se ha enamorado de él por su voz. Se conocieron... oye, ¿me estás escuchando?

Se había estado dedicando a acariciarme el pelo tranquilamente mientras hablaba, e iba perdiendo la mirada en ciertos momentos en mis ojos, en otros en mi cuello.

- Claro que te escucho - una sonrisa Colgate® refulgió en sus labios - pero, ¿no te suena de nada? - le miré extrañado - bibliotecario, callado, tranquilo, amable, no muy alto - se rió - Selim, ese Ahmed es igual que tú - allí se rió a carcajada limpia.

- ¡De eso nada! Ahmed no le haría daño a una mosca, y como no pares de reír te corto el pescuezo.

No me hizo el menor caso y siguió riendo antes de abrazarme fuertemente y cubrirme de besos. Alatir me dijo, que si yo le daba el consentimiento a Ahmed, lo más probable es que él también lo hiciese. No iba tardar en demostrarlo. Mi hermana tenía previsto volver por la zona al mes siguiente. Ya veríamos a ver si era verdad. Por mi parte, no creía que los padres de Alatir dijesen gran cosa con el hecho de que estuviésemos juntos. Conociéndoles, lo más probable es que descorchasen una botella de champagne. Me había ganado más de una vez algún comentario del estilo "lástima que seas hombre, sino hace tiempo que te habríamos empujado hacia él. No nos gusta su última novia". Huelga decir que a mí me gustaron muy pocas. De hecho sólo recuerdo un par, con las que tenía bastante buena relación. Ahora empezaba a entender el porqué.

Después de eso, me acurruqué tranquilamente en sus brazos. Acababa de mirar el reloj. Eran las seis de la mañana, en una hora sonaría el despertador para hacernos levantar e ir a trabajar. No quería de ninguna manera tener que salir de mi cama.

- ¿Se puede saber por qué haces esa cara de depresivo? ¿Tampoco lo he hecho tan mal esta noche que yo sepa, no? - no tenía ni idea de lo que decía.

-  No quiero decir nada que pueda aumentar tu ego ya demasiado grande - se oyeron unas carcajadas, pero las ignoré olímpicamente - No, son las seis, el despertador sonará en una hora, y es lo último que quiero.

- Pues te voy a dar una alegría - lo miré sin entender - Hoy es sábado, despistado. No te me vas a poder quitar de encima en todo el fin de semana.

Como única respuesta me puse encima de él, aprisioné sus manos encima de su cabeza, le besé y le dije con una sonrisa malintencionada:


- ¿No será más bien lo contrario?