Tenía
los ojos cerrados. Pero no hacía
falta que viese nada para saber exactamente lo que me rodeaba. Estaba en mi
casa, en Damasco. Conocía
ese sitio mejor que ningún
otro. Me encontraba en un recoveco del patio trasero. Sentado entre cojines, en
una esquina, mi cabeza se apoyaba en un reborde que había a unos setenta centímetros del suelo. Eso separaba la pared de una decoración hecha en estuco. El resto era de piedra lisa. Justo al
final de la zona estucada, una banda de decoración pintada se podía
aún intuir. Esa decoración debía de datar de la época
de mi bisabuelo porque se veía
algo, pero no se distinguían
los detalles. En el techo había
una reja hecha se madera por la que se colaba una hiedra que subía por la pared exterior hasta
arriba y empezaba a bajar por allí.
El sol que me daba en la cara jugaba con las hojas que se movían al viento y con la reja. Ese
dulce calor me recordaba a mi infancia y me hacía sentir como ese niño
que hacía la siesta en el
patio trasero de la casa después
de una dura mañana de
juegos. Al otro lado de la sala había
una fuente de agua que refrescaba el ambiente tanto por el ruido como por la
sensación. Era muy humilde:
un tubo salía de la pared
y vertía agua en una pequeña cuba de mármol. Alrededor de la fuente,
el suelo era de piedra, lo que facilitaba el limpiarlo si salpicaba algo, pero
el resto del patio era de tierra. Los cojines, sobre los cuales me encontraba,
se amoldaban perfectamente a mi cuerpo y eso daba una sensación aún mayor de comodidad. Me podría haber quedado para toda la vida en ese sitio. Alatir siempre
me decía que tenía alma de sultán...
El recuerdo de mi amigo me hizo abrir los ojos. La vista
de lo que me rodeaba en realidad me deprimió aún más. No me encontraba en Damasco,
estaba en la casa de mi abuela en Egipto. Hacía ya varios años
que me era imposible volver a ese antro de paz que era para nuestra casa en
Damasco. La Primavera Árabe
y sus consecuencias nos lo impedían.
Tenía familia tanto entre
los Rebeldes como en el ejército.
Los más cercanos pudimos
huir al Cairo, en una casa cerca del Nilo que tenía mi abuela materna. Pero no todos pudimos. Mi familia
siempre había sido
extensa, y ahora no estaba seguro ni de quien está vivo, ni de a quien tenemos que llorar. Para nosotros no
era fácil pensar en que
puede que jamás pudiésemos volver a casa, pero
cuando se miraba la suerte que habíamos
tenido teniendo una abuela egipcia que nos diese refugio, opinábamos que éramos de los más afortunados.
La sala en la que estaba era muy sencilla. Paredes
marrones, algún que otro
tapiz decorándolas, sillones
cómodos, y ventanas pequeñas, que no dejaban pasar el
calor. No era ni mucho menos mi patio trasero en Damasco, pero tampoco estaba
tan mal. Aunque en ese preciso momento habría podido morder al primero que se me pusiese por delante. El
pensar en mi amigo ya me había
puesto de mal humor, pero el ver a mi hermana estirada en los brazos de su última pareja me enojaba muchísimo más. Aún
me dolía la mano de
haberle roto la mandíbula
al imbécil que se había ligado en Febrero, lo que había acarreado la rotura de varios de mis nudillos. No me
encontraba lo suficientemente fuerte como para agredir a otra persona. Aunque
en defensa de Ahmed, tenía
que admitir que el pobrecillo se rompería
con un simple empujón. Era
completamente lo opuesto a los chicos con los que solía salir mi hermana. Era más
bajo que ella, o al menos esa era
la impresión que tenía, no era muy guapo, de
complexión escuchimizada, pelo
alborotado que no había
quien pudiese peinar (aunque la verdad, a mi me pasaba lo mismo,
por lo que entiendo el desespero que podía sentir el pobre
cada mañana delante del espejo),
ojos marrones, pelo marrón y ni un gramo de músculo. Era una persona amable y buena, que
se había enamorado de mi
hermana hasta el tuétano. Y
aún no sabía por qué milagro, ella parecía
corresponderle en eso.
Se habían conocido porque ella era escritora de cuentos infantiles. En una
biblioteca cercana a nuestra casa, le pidieron si podía leer uno de sus cuentos en un evento
especial para los niños.
El día señalado, Safia se levantó
sin voz. Como no podía
hacer una llamada, se fue hacía
la biblioteca para decirles, como pudiese, que no podía hacer lo que le habían pedido. Cuando fue allí y mientras intentaba comunicarse, escuchó hablar a Ahmed. Se le
iluminaron los ojos y pidió si
podía ser él el que leyese su cuento. No
estaba, pero me habría
encantado verle la cara al pobre chico cuando Safia le pidió de leer su cuento y de
volverlo a hacerlo la semana siguiente. Estuvieron pesados con el gustarse pero
no decir nada durante semanas, hasta que nuestra abuela siriana tuvo que meter
mano en el asunto y darle una patada en el culo a los dos. Ahora los veía abrazaditos, ella escribiendo
con su móvil un nuevo cuento y él más contento que unas pascuas. Nuestros padres no querían que se queden solos
demasiado tiempo así que tenía que vigilarlos yo (ya ves
el trabajo agradable). Para darles intimidad, me ponía en una esquina y me quedaba dormido entre los cojines
mientras ellos estaban
libres de hacer lo que quisieran. De mi hermana no me fiaba ni un pelo, pero
Ahmed era del tipo a seguir las reglas hasta la última letra. Si
les habían dicho de no
hacer nada, no iba a hacer nada. Lo que a mí me iba muy
bien porque yo les dejaba a
sus quehaceres y a mí me
dejaban en paz en mi rincón. Desde que ya no hablaba con Alatir, mi familia se había vuelto de lo más pesada con saber cada detalle de su
vida. Ni que fuera radio-patio-Marie. No sabía, y sobre todo no quería saber nada de su vida. Por mi, como si
se tiraba de un puente. No tenía ganas de ir por el
mundo explicando qué es lo
que nos había
pasado y porque no quería
hablar con él de
ninguna manera. Era algo de los dos en lo que nadie tenía que meter el morro.
Por las noches,
cuando me moría de
calor en mi cama, me ponía a
pensar en aquella noche de carnaval. Había sido de los peores días de mi vida, aunque había empezado magníficamente. El sitio era
precioso, la ambientación
alucinante y había
encontrado un lugar perfecto para poder hablar con George a solas. Fue en el
momento en el que las cosas fueron seriamente que todo se torció. No solo el hombre que me
gustaba se había reído de mí, sino que encima Alatir se había metido en donde no le llamaban. Me había dicho que no iba a ir a esa
fiesta. Le había estado
dando la lata hasta el último
minuto para que fuese y él
había seguido diciendo que
no quería hacer el ridículo vestido de payaso. Pero en
el peor momento de todos, en el que más
miserable me había sentido
nunca, allí había aparecido y le había dado un puñetazo al imbécil musculado aquel. Después de lo ocurrido lo habían echado por tratos homófobos. Pocas veces había visto al jefe tan enfadado
con alguien. El idiota había
intentado acusar a mi amigo de agresión,
pero mi hermana y yo habíamos
saltado al instante para explicar lo ocurrido. No duró ni dos días
más en ese sitio. Pero a mí eso ya me daba
completamente igual. El hombre que amaba se había reído
de mí, me había insultado, y lo peor es que
no me había podido
defender. Durante mucho tiempo había
pensado qué le diría al primero que me tratase de
monstruo o anormal. Pero llegado el momento, me había quedado paralizado, sin saber qué hacer. Otra persona tuvo que defender mi honor. ¡Ni siquiera de eso era capaz!
Pero allí no había acabado la pesadilla. Yo
pensaba que las cosas no podían
ir a peor. Estaba muy equivocado. Me encontraba en mi refugio, en un lugar de
la biblioteca al que nadie iba nunca, y Alatir me encontró. Lo había reconocido al instante. Sabía perfectamente que era él el enmascarado que le había propinado el puñetazo del siglo a George, lo
conocía demasiado bien.
Conocía su técnica, su voz, sus movimientos,
su cuerpo. Podría haber
distinguido a mi amigo en cualquier lugar, entre miles de personas. En ese
momento me sentía poco más que miserable, lo único que quería era estar solo. De entre
todas las personas, él era
la última a la que quería ver. No sólo me había estado engañando durante semanas, sino que
además se había escondido para ver el mayor
fracaso de mi vida y ENCIMA me había
tenido que defender. Me sentía
humillado y enfadado contra el mundo entero. Había conseguido una hora de paz hasta que apareció a mi lado. Durante un segundo,
una parte de mí se
calmó y se alegró de que estuviese allí. En el fondo quería que me consolase, que me
dijese que ese idiota se había
merecido lo ocurrido. Pero no obtuve lo que quería. De su boca solo salieron reproches y palabras duras. No
pude soportarlo. Ese hombre no entendía
nada de lo que me pasaba, nunca lo había
hecho. Nos conocíamos
desde que éramos
bebes, pero a veces tenía
la impresión de que Marie
podía leer mucho mejor en
mí que él. Discutimos acaloradamente,
no necesitaba que él me
dijese cosas que yo ya sabía.
Después de ver cómo mi supuesto mejor amigo me
trataba, lo único que quería era desaparecer de la faz de
la tierra. Entonces ocurrió algo
que me marcaría. Queriendo
huir, queriendo escapar, queriendo simplemente recuperarme de todo ese dolor,
Alatir me coge del brazo y... y...
No podía
pensar de nuevo en aquello. Cuando esa escena volvía a mi mente, me tenía
que levantar y dar largos paseos para poderla olvidar. No había vuelto a hablar con él desde entonces. Me había querido hablar infinidad de
veces, pero yo lo rehuía.
No tenía fuerzas para
afrontarle. No quería
saber si había sido una
broma para que me relajase o... había
sido completamente en serio. Aún,
después de tantos meses,
podía recordar la sensación de sus labios contra los míos, de su dulce sabor, de la
delicadeza de su lengua buscando la mía.
Lo recordaba todo como si me acabase de dar otro beso. Me había atrapado en un segundo. Nunca
me había sentido así frente a nadie. Al principió me engañé diciéndome
que era por mi estado emocional de esa noche. Luego tuve que admitir que puede
que fuese algo más. Pero
me negaba a hablar con el idiota que jugaba así conmigo. Alatir podía
serle fiel a una sola mujer a la vez, pero era un hombre. ¿Cómo podía,
el Don Juan de turno, ir a por mí?
Lo había seguramente hecho
para que me calmase, para consolarme porque había visto que con las palabras no podía. Pero eso me había
hecho más daño de lo que se podía imaginar. Estoy convencido
que me quería hablar sólo para disculparse de aquella
vez. Pero yo no quería que
lo hiciese, no quería que
viniese y me pidiese perdón
por aquello. Me hacía daño sólo el
pensar en su cara sonriente, incómodo,
sin saber dónde ponerse,
diciendo que lo único que
quería era animarme, que
para eso estaban los amigos. ¡Pues
yo no quería! No pensaba
hablar con él nunca más si era preciso. Había hecho misiones lo más lejos posible del Centro de
Departamentos y cuando mi jefe había
decidido que ya había
llenado el cupo del año,
había cogido vacaciones y
me había venido aquí. Safia me había acompañado. Siendo escritora, podía trabajar desde cualquier lado, mientras tuviese internet a
mano. Y no sólo ella, mis
padres también habían decidido que una pequeña visita a mis abuelos empezaba
a imponerse. Cuando se lo proponía,
mi familia era extremadamente agobiante.
Mi padre me despertó de mi ensoñación porque mi abuela materna quería verme. Se encontraba en la
cocina. Supongo que me tocaba hacer de pinche como cada vez que me llamaba. No
me molestaba, me gustaba cocinar con ella, era toda una experiencia. Él venía a cambiarme la guardia.
- Francamente papa, deja al pobre Ahmed en paz. Él no es el peligroso de la
pareja.
- ¿Qué insinúas, hermanito?
- Lo que has oído.
Te llegamos a dejar sola con él
y el pobre acaba medio muerto.
- ¡Largo
de aquí antes de que el
cadáver seas tú!
Me fui de allí
con una media sonrisa que desapareció nada más
llegar al pasillo. Antes de eso vi como Ahmed intentaba calmar al torbellino de
metro y medio que yo tenía
por hermana. Decididamente, ese hombre era el que le convenía. Le habríamos todos dado el visto bueno
desde hacía mucho si no
tuviésemos el problema de
Alatir. Safia siempre decía
que no se casaría con ningún hombre a menos de tener la
aprobación de sus dos
hermanos, que en ese caso éramos
mi amigo y yo, y por ahora cumplía
esa promesa. No sé qué le había explicado, pero Ahmed parecía entender la situación y aceptarla. Ese hombre se merecía una estatua de cookies hecha a su imagen. Como mi hermana
lo dejase escapar, es que era idiota perdida. Aunque viendo cómo se enganchaba a él, me parecía que no iba a permitir ni
que se le acercasen a menos de treinta centímetros. Ya me la imaginaba, en forma de pequeña víbora, enroscada a su cuello, silbando a todo ser que llevase
faldas y teniendo que ser calmada por él,
con su sonrisa de compromiso. Esa imagen me devolvió un poco el buen humor antes de entrar en la cocina.
El santuario de mi abuela materna, Nazia, era muy sencillo.
Algunos armarios de plástico
colgados en las paredes, millones de cacerolas embutidas en ellos, un fuego muy
simple, una pica para lavar platos y alimentos en piedra, y el suelo de cerámica para poder limpiar bien
después de cada comida.
Cuando llegué me ordenó hacer lumpias. Era una receta
muy fácil. Eran unas
especie de rollitos de primavera, pero mucho más finos y pequeños,
y normalmente rellenos de verduras. Los hacía desde que era pequeño. Sin pensar demasiado, empecé a hacer unos pocos, pero cuando mi abuelo probó uno que acababa de freír, me dijo que me alejase ahora
mismo del fuego y que no tocase nada más.
Cuando quise preguntarle el porque me dijo que estaban poco más que asquerosos.
- Habibi - a todos los nietos nos llamaba así, incluyendo al idiota de
servicio - a ver, explícale
a la abuela, qué te
perturba tanto - al ver mi cara de extrañado se explicó
- Cuando alguien está turbado
aquí - uno de sus dedos regordetes,
llenos de artritis por haber trabajado toda la vida, señaló mi
pecho - ni el plato más
simple es capaz de salir. Hacer las cosas con las manos, ya sea caligrafía, pintura, construcción, o cocina, requiere un corazón tranquilo porque si no, no se
consigue hacer nada - me cogió del
hombro, como cuando era pequeño
y estaba enfadado, y me llevó hasta
una salita contigua en la que había
un sillón lleno de cojines
en donde nos sentamos - Ahora me lo vas a explicar todo, y no quiero que me
ahorres un solo detalle.
Al principio
no quería decirle nada. No
quería contarle mis
desgracias como un niño
pequeño que se ha hecho daño. Pero sus bondadosos ojos me
impelieron a hablar y cuando empecé,
no pude parar. Apenas hablé de
George, sólo para poner
las cosas en su sitio. Fue más
sobre Alatir y lo confundido que me encontraba. Las palabras salieron de mi
boca sin parar. Le dije todo lo que había
guardado hasta entonces, incluso cosas que no me había dicho a mí
mismo. Me liberé de tal
presión que al final casi
estaba en llanto. Me sentía
aún más ridículo que antes.
- ¿Sabes
cuál es el verdadero
valiente, pequeño? - ¿a qué venía
eso? - No es el que afronta las cosas sin miedo, sino el que lo hace, teniéndole pánico a todo, y no se echa atrás. Ahora mismo, lo que tienes que hacer es ir a ver a tu
mejor amigo - quise protestar, pero no me dejó - tienes que hablar con él. Las cosas no se arreglan huyendo a la otra punta del
mundo. Se arreglan hablando. Ya sé
que lo más fácil y tentado es desaparecer.
Pero tú tienes que saber, aunque no
quieras, lo que fue ese beso. Tu auténtico
miedo, Habibi, es que fuese una broma de su parte. A todos nos da miedo
afrontar lo que hay dentro de cada uno. Tienes que ir a verle y hablar
seriamente hasta que todo esté arreglado
- aunque su tono era suave, sabía
que no iba a aceptar un no como respuesta, así que asentí -
Muy bien, ahora vas a ir a preparar la mesa, y luego te vas a ir a buscar un
vuelo para volver a casa. Incluso la bola de plumas que tienes de mascota no
quiere salir de aquí en
ningún momento de lo
triste que está - era verdad.
La pobre Lelya lo pasaba fatal cuando veníamos a Egipto. No le gustaba el calor y además ahora estaba lejos de Horus y
eso la afectaba - Mientras tanto, yo acabaré de hacer los lumpias. Si servimos los que has hecho, Safia
te acusará de querer matar
a su novio.
La cena pasó
sin problemas. Me libré de
la acusación de asesinato
ya que los lumpias de nuestra abuela siempre estaban deliciosos. Tres días después cogí un
avión de vuelta a casa.
Pocas veces había visto
Lelya tan contenta de volver. Me ahorraré la descripción
de cuando volvió a
encontrarse con Horus. Lo único
que diré es que estaban
muy contentos de verse de nuevo. Yo preferí eclipsarme, no fuese que el amo del halcón me encontrase. Le había dicho a mi abuela que
afrontaría a Alatir, pero
aún no me veía capaz de hacerlo. Pero no
pude evitar el encuentro por mucho tiempo.
Algunos días después de volver, el Centro de Departamentos era un hervidero. La
noche anterior habíamos
sufrido un ataque de Arthur Hinekan. Como prácticamente todo el mundo, había visto el vídeo
de seguridad. Tengo que admitir que los dos que lo habían afrontado los tenían
bien puestos, sobre todo él.
No solo habían participado
a un tiroteo, sino que él había amenazado al loco de Hinekan
con una espada, que aún no
sabía de dónde había salido, y se había
subido encima de un perro de tres cabezas enorme. Todos admitían que eran impresionantes. Se
rumoreaba que igual ingresaban en la empresa. Serían unos valiosos reclutas, pero algo me decía que, en realidad, los
problemas estaban a punto de empezar.
En esas estaba cuando sentí que me tiraban hacía
atrás. Ya sabía quién era antes de hundirme en esos ojos grises, extrañamente triunfantes. Alatir vestía una sudadera roja y unos
tejanos. Lamentaba tener que decirlo pero, le quedaba muy bien. Me arrinconó antes de que pudiese decir
nada. El puñetero era un
cazador de primera. Y aquí, yo
era su presa.
- ¡Te
tengo! - dijo exasperado - ahora sí
que no te escaparás de mi.
Vamos a acabar de una vez por todas esta conversación - su expresión
había cambiado a enfado.
- ¡Déjame ir! - sabía que le había prometido a mi abuela que lo
enfrentaría, pero ni
siquiera me había podido
preparar.
- ¿Y por
qué haría eso? No te veo muy ocupado
ahora mismo.
- Aunque no lo parezca, el trabajo de bibliotecario es más difícil de lo que te puede parecer. Tengo muchas cosas que
hacer. No me puedo entretener en una charla contigo, y menos ahora.
- ¿Quieres
parar de rehuirme de una vez?
- No tengo nada que decirte
- ¡Llevas así desde Carnaval, me tienes bastante harto!
- Lo siento si al señorito le tiene hasta las narices mi comportamiento, pero no
voy a parar de trabajar ahora porque A TI te venga bien.
No eran más
que excusas vacuas, pero tenerlo así
de cerca me desestabilizaba mucho más de lo que había
querido admitir. No quería
acabar la conversación que
él parecía querer terminar por todos los
medios.
- Pues se siente, pero aquí no nos ve ni oye nadie - un escalofrío en mi espalda me decía que no era del todo cierto, pero no podía despegar mis ojos de él - así que, aunque tenga que utilizar la fuerza, vamos a hablar.
Tengo demasiados interrogantes que has dejado MESES sin resolver, huyendo como
lo has estado haciendo.
- ¡Que
me dejes en paz Alatir! No pienso contestar ninguna de tus estúpidas preguntas, ni te voy a
dar explicaciones de lo que hago o dejo de hacer.
- Pues vas a tener que hacerlo Selim, porque no te voy a
dejar en paz. Ya se ha acabado el darte espacio. Estoy hasta las narices que me
evites y me grites cada vez que quiero hablar contigo.
- ¿Será porque no quiero tener ningún contacto más del estricto necesario? - mi
tono de voz subía más de lo que tendría que haber hecho, pero me
estaba presionando demasiado.
- Pero, ¿por
qué? ¿Qué he hecho para que me trates así? - ¿que
qué había hecho? ¿ESE IMBÉCIL NO RECORDABA NADA?
- ¡A
mí eso me da igual!
La voz que dijo eso último venía de un pasillo de los que salían de la pequeña sala redonda artificialmente
creada a base de estanterías.
Era una voz fuerte y grave. La había
oído suficientes veces
gritándome encima como
para reconocerla al instante. La siguió
un hombre negro, de cerca de dos metros de altura, lleno de músculos, vestido con una camisa
blanca y unos pantalones de traje. Era mi jefe, el señor Heffernam. Fue entonces cuando me di cuenta que no sólo él nos había
estado escuchando discutir. También
pude ver a nuestra radio-patio particular, Marie, acompañada de dos personas más. La primera era una joven de largo pelo marrón oscuro y ojos combinados. Tenía una mirada de quién han pillado, pero parecía ver más de lo que uno pensaba. Era de estatura normal, un metro
setenta aproximadamente, y vestía
un vestido demasiado festivo para la hora. Lo más probable es que hubiese pasado una noche en blanco. Le
acompañaba un gigante. De
pelo negro, y ojos más
oscuros que los míos, su
mirada, a punto de ahogar a su compañera
por alguna razón, abarcaba
lo que le rodeaba desde cerca de los dos metros de alto. Yo siempre había considerado a mi jefe, de un metro
ochenta y nueve, la persona más
alta que había conocido
nunca, pero él le
sobrepasaba claramente. Había
oído el rumor que el
anterior jefe del Departamento de la Noche había sido también
muy alto. Pero había
muerto antes de que yo ingresase en la compañía, por lo que sólo
lo conocía de los archivos
que había consultado
alguna vez. Por desgracia no se mencionaba su altura, pero algo en ese joven,
vestido con camisa blanca y tejanos, me recordaba a las fotos que había visto del ex-jefe del
Departamento de la Noche. Aunque también
podían ser imaginaciones mías, no era el mejor momento
para hacer conexiones.
- Vais a salir de mi biblioteca ahora mismos, ¡los dos! - enfatizó
mi jefe antes de que pudiese protestar - y vais a resolver el puñetero problema que lleváis arrastrando desde Febrero. ¡No quiero protestas Selim! -
había vuelto a intentar
hablar - Tu rendimiento ha bajado mucho y se debe a esta disputa - otro que me
hacía la moral. ¿Me querían dejar todos en paz?
- Me da igual como, pero vais a
discutirlo todo. No quiero saber si no os volvéis a hablar en la vida o si por fin se arregla lo que haya
pasado que haya producido esta situación.
Pero esto no puede y no va a seguir así.
Salid de este sitio ahora mismo, ¡es
una orden!
No podía
discutir a una orden directa del señor
Heffernam y ya no tenía
excusa frente a Alatir. Tendría
que discutirlo todo con él
en ese preciso instante. Dejamos al jefe con Marie y los dos, no sin antes ver
al jefe del Departamento de la Seguridad, Andrew, hablando con el jefazo
supremo, el señor
Ysoer. ¿Qué pintaban allí? Eso ahora no es que me
importase lo más mínimo. Alatir me arrastró hacia el exterior y no se paró al llegar a la calle. Continuó arrastrándome hasta el primer taxi que pilló. Una vez dentro dijo una dirección y el taxi arrancó.
- ¿Pero
se puede saber por qué
narices vamos a mi casa? - la dirección
dada era la mía.
- Principalmente porque vamos a discutir, vamos a gritar,
no quiero que nos oigan y en tu casa no puedes huir hacía un lugar seguro porque te acaban de echar del único otro que tienes aparte de
ese - me sonrió con
suficiencia. No sabía qué me retenía de darle un puñetazo en toda la cara.
Quise llamarle de todos los nombres, pero no se me ocurría ninguno lo suficientemente
fuerte para exprimir toda la rabia que sentía, así que
me giré hacía la ventanilla, y miré al exterior el tiempo que duró el trayecto. Alatir no dijo
nada. Sabía perfectamente
que por mucho que me enfadase y refunfuñase,
tendríamos que dejar las
cosas claras o mi jefe no me dejaría
volver. Este sabría si le
mentía y le decía que ya lo habíamos arreglado cuando no era el
caso. No tenía escapatoria
alguna, pero eso no quería
decir que no lo intentase hasta el final. No discutí para hacer cambiar de idea a mi amigo puesto que, si pasaba
cualquier cosa, siempre lo podía
echar a patadas de mi piso alegando que, si quería ponerlo de patitas en la calle, estaba en mi derecho.
Después
de unos diez minutos, llegamos a nuestro destino. Alatir pagó la cuenta y se fue directo hacía mi casa. No hacía falta ni que me pidiese
permiso porque tenía un
doble de la llave siempre encima por si acaso. Yo le seguí como el pobre cordero al que
llevan al matadero. El taxista tuvo el detalle de no hacer ni un comentario
durante todo el trayecto. No estaba de humor para soportar la filosofía de su gremio. Mi amigo entró por las puertas de hierro que
cerraban el portal del edificio y subió
al ascensor. Hice un amago de querer subir por las escaleras pero me
dijo que ni se me ocurriese. Tuve que hacerle caso, ya me podría desahogar con él luego. Vivía en un quinto piso. Las
vistas eran preciosas y el precio asequible, pero era un asco cuando se
estropeaba el ascensor y tenía
que subir a pie, lo que ocurría,
al menos, una vez por semana. Alatir se apoyó de brazos cruzados en una pared, sin quitarme el ojo de
encima, con una media sonrisa. Sabía
que eso me ponía histérico perdido, pero
sabiendo que era provocación, no dije nada y me quedé callado el tiempo del
trayecto. Cuando la campanilla conforme habíamos llegado a mi pisó sonó, salí
escopeteado. Esperaba que al menos me dejase entrar en mi apartamento el
primero. Todo estaba como
lo había dejado por la mañana al irme. El salón se componía de una tele
sencilla, puesta sobre un mueble que unía dvd y consola de videojuego (ni me
preguntéis cuál es, eso es cosa de Alatir, que decidió que tenía que tener uno
de esos aparatos en mi casa. Cuando vio que no lo utilizaba, se desesperó y
recuperó el aparato para cuando viniese él). Tenía un sofá enorme y tres sillones
extremadamente esponjosos para leer tranquilamente. Había una mesa recubierta
de libros, con el bol de cereales de la mañana aún allí. Las paredes estaban
recubiertas de estanterías, agujereadas como quesos porque los libros que
supuestamente deberían haber estado allí, se encontraban por todo el piso.
Siempre había pensado que una casa llena de libros por todas partes era
acogedora. Alatir tenía su propio estante. Estaba repleto de videojuegos y
revistas de aventuras. A ese hombre no se le podía mantener quieto en casa ni
atado con una soga. Creedme, lo he probado.
- Esto está más
desordenado que nunca - dijo él mirando a su alrededor. Por extraño que
pareciese, era muy ordenado.
- ¿Quién te ha
pedido tu opinión? - encima de que íbamos a discutir, no quería que me hiciese
de decorador de interiores.
Intenté recoger
alguna cosa, porque lo quisiese admitir o no, el que me dijese que tenía la
casa hecha un asco me molestaba. Pero no tuve tiempo ni de ir a por los
cereales. Mi amigo me volvió a arrinconar en una estantería, poniendo los
brazos a cada lado de mi cuerpo para evitar la huida.
- Ahora que
estamos en tu casa, vamos a acabar de hablar.
- No hay nada
de qué hablar - si al señorito se le había olvidado lo que yo no conseguía
quitarme de la cabeza, si que no teníamos nada que discutir.
- ¿Que no hay
nada de qué hablar? ¡Me pegaste un puñetazo en la cara! Y te informo de que
sabes hacer daño.
- ¿A quién la
culpa? No tendrías que haber jugado con ese tipo de cosas.
- ¿Jugado? Me
estaba sincerando contigo y la única respuesta que obtengo es una agresión.
Creo que me merezco al menos una explicación del porqué, ¿no crees?
¿Sincerando? No
se podía estar sincerando. Era imposible. Alatir no era gay. A él le gustaban
las mujeres. Siempre lo habían hecho. Las perseguía desde había empezado a
considerar que las niñas, al final y al cabo, no eran tan tontas. ¿Cómo podía
tener el santo morro de decir que se estaba sincerando conmigo? Y por favor,
¿quién se declara besando directamente a la otra persona? Mi amigo sabía desde
hacía demasiado como ligar como para que utilizase esa técnica.
- No te estabas
sincerando, estabas intentando tranquilizarme. ¿Te parece graciosa esa forma de
hacerlo?
Durante un
segundo vi como unas ganas irrefrenables de torcerme el pescuezo pasaban por la
mente de mi amigo. Cualquier otra razón era absolutamente imposible. Lo conocía
demasiado bien.
- ¿Llevas
evitándome meses por que el señorito se ha puesto entre ceja y ceja esa
película? ¿No se te ha pasado un segundo por la cabeza que hablase en serio?
- ¿Cómo vas a
hablar en serio? Justo la noche en la que sufro mi mayor desastre amoroso, vas
y no se te ocurre otra cosa que...
No tuve tiempo
de acabar mi frase. Me vi impelido por una circunstancia apremiante y que me imposibilitaba
poder articular cualquier palabra. Alatir, no había querido esperar a que
terminase de hablar. Se había pasado por el forro cualquier comentario que pudiese
aún esgrimir contra él y me había vuelto a besar. Tenía que admitir que la
técnica había sido eficaz para hacerme callar. No sabía ni qué decir. No sé qué
expresión tenía que tener, pero una brillante sonrisa de triunfo se dibujó en
su cara.
- Deja ya de
discutir y pelear.
Me volvió a
besar. Cómo estaba completamente sin palabras, el hombre se aprovechaba. A mi
puñetera mente se le había quedado grabado demasiado bien cada detalle de la
primera vez. El sabor, el dulzor, la suavidad y el maldito savoir-faire de mi
amigo me volvían a invadir como aquella vez hacía tantos meses. No me había
podido resistir en ese momento y ahora volvía a estar en la misma situación. Sabía
cómo besar y utilizaba cualquier método conmigo para que dejase de debatirme. Y
lo conseguía.
- Lo que a ti
te molesta soberanamente es que no fuese en serio. No querías que te hubiese
besado simplemente para calmarte porque no sabía cómo hacerlo si no - el muy
guarro no iba para nada desencaminado, de hecho lo había acertado de lleno,
pero no se lo iba a admitir ni borracho de absenta - pues escúchame bien - se
me acercó aún más. Sus ojos grises ardían y yo me estaba dejando quemar en
ellos gustosamente - Cuando descubrí que eras gay, creí que me iba a dar algo
porque era tu mejor amigo y nunca me habías dicho nunca. Después, cada vez que
te venía animado con la fiestecita de las narices, en dónde te había impelido a
que te declarases, la única cosa que quería era ahogarte y más aún, ahogar al
tipo al que te querías declarar. No fue hasta la noche misma, en cuanto te vi
en la biblioteca, llorando por un gilipollas que no se merecía ni que le dieses
la hora, que mi cólera estalló y fue cuando entendí porque estaba tan enfadado.
Y - una sonrisa endemoniada se instaló en sus labios, que devoraba con la
mirada - tienes que admitir que toda tu huida es por la misma razón.
Y me volvió a
besar. Pero esta vez el beso no solo era profundo, sino que era recíproco. Poco
importase que lo admitiese en voz alta o no, estaba claro que todo lo que lo que
sentía mi amigo, yo lo compartía. Mis ojos, mis labios, mis brazos, aferrándose
casi con desesperación a él, hablaban mejor que cualquier discurso que podía o
hubiese podido hacer. Encajonado en
mi biblioteca, me dejé transportar hasta un lugar al que nunca había
creído que pudiese llegar. Alatir me conocía más que cualquier otra persona. No
importaba que no se hubiese dado cuenta de que me gustaban los hombres, ni de
que nunca se lo hubiese dicho, conocía cada recoveco de mi mente y esa noche
iba a utilizar esa sabiduría mejor de lo que jamás me hubiese imaginado. Mi
cuerpo resultó no ser un misterio para él. El conocerse desde casi antes de
aprender a andar podía servir de mucho. Con él, me sentí más libre que con
cualquier otra pareja. No hacía falta que le dijese nada, sabía hacía donde
tenía que ir, qué tenía que hacer, en qué momento hacerlo, cuanto tenía que
durar todo. El resultado hacía vibrar cada fibra de mi cuerpo. Sus ojos, como
dos teas que me carbonizaban placenteramente, me decían claramente que
disfrutaba de sobremanera de esa innecesidad de articular palabra. Sus manos
iban instintivamente a los lugares correctos, mi cuerpo respondía a sus
caricias de forma sin igual. Me rendía ante él sin condiciones.
Pero no sólo él sabía lo que tenía que
hacer. Mi mente estaba completamente absorbida, sólo existía Alatir en este
mundo y yo era el único que tenía el conocimiento necesario para hacerle llegar
al éxtasis. Como él, gozaba del simple hecho de no tener ni que pensar para ver
cómo se estremecía con una simple caricia de un dedo por su hombro y a lo largo
de su brazo. Eso era lo que más efecto tenía en él. Sus pupilas se dilataban y
su mirada se volvía casi feroz. En esos momentos, una sonrisa de satisfacción
aparecía en mis labios pues había apretado el botón adecuado, y ambos lo
sabíamos. Ya ni recordaba nada de la discusión, ni de los nudillos aún
doloridos por el puñetazo en defensa de Safia. Lo único que sentía y deseaba
era al hombre que tenía delante, el que sabía todo de mí, el que se estremecía
con un simple beso en el cuello, el que sonreía en cuanto veía que no podía, ni
quería, defenderme de él, el que entrelazaba sus dedos con los míos para no
dejarme escapar nunca, el que sabía todo sobre mí y yo todo sobre él.
Esa noche fue
mucho más que unas horas de pasión. Fue un baile en el que cada uno conocía el
siguiente paso a dar, una enardecida discusión sin palabras sobre el todo y la
nada, una declaración de intenciones, un monólogo, una pintura, un poema, una
pieza de piano a cuatro manos. Un simple "te quiero".
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A la mañana
siguiente, lo primero que sentí fueron unos brazos presionándome fuertemente
contra un pecho. La sensación inicial fue de ahogo, hasta que realicé que esos
brazos, aunque fuese la primera vez que me tenían cogido de esa manera, me eran
completamente familiares. Los conocía tan bien. Abrí un ojo, y me encontré con
una pequeña cicatriz a nivel del codo. Si no la conocías, no podías verla.
Contrariamente a lo que uno se podría haber imaginado conociendo la vida
ajetreada de Alatir, esa cicatriz se la hizo por mi culpa. Teníamos que tener
cinco años, acompañábamos a nuestros
padres por última vez a su excavación, luego se volvería imposible
obtener permisos. Estábamos jugando con unos palos como si fuesen espadas.
Cerca de dónde nos batíamos en duelo, había un agujero en el que habían acabado
de trabajar esa mañana, lo estaban aún cartografiando a toda prisa. En un
ataque de mi amigo, intentando esquivarlo, perdí pie y caí. Alatir tuvo los
reflejos suficientes para cogerme del brazo, utilizar su peso para hacerme dar
la vuelta y caer en el agujero en mi lugar. Asustado por que hubiese muerto de
un golpe de la cabeza por salvarme, corrí a ver cómo estaba. Había llegado al
fondo y tenía un corte muy feo en el brazo. Resultó que se había con un pequeño
cofre que resultaría ser el hallazgo de la campaña. Se habría quedado a escasos
centímetros de la superficie y lo más probable es que hubiese acabado en el
mercado negro. Tuvieron que vacunarle contra casi todo y lo único que quedó fue
esa cicatriz, pero el descubrimiento hizo extremadamente feliz a nuestros dos
padres. Mientras recordaba todo eso, iba acariciando tranquilamente la
cicatriz.
- ¿Nos sentimos
culpables por habérmela hecho? - no hacía falta que lo mirase, sabía que estaba
sonriendo.
- Ni
remotamente, fue el descubrimiento de la última campaña de nuestros padres - se
oyó una carcajada.
- Podrías, al
menos, haber disimulado.
- No, se acabó
el mentir - me giré y me lo encontré mirándome. Esos ojos, que durante toda la noche
habían ardido, hoy eran un remanso de paz, aunque podía ver cómo se reían de mí.
Como venganza, le besé (ya ves que venganza, pero en ese momento me daba lo
mismo) - ahora a hacerle frente a todo.
- A mí, la
verdad es que no me da miedo gran cosa. Tus padres me conocen desde creo que
antes de que naciese. Y tal como eres tú, lo más probable es que estén
encantados de que por fin hayas dejado de estar depresivo - protesté a ese
comentario. Lo único que obtuve como respuesta fue una risita y un beso en la
frente - y creo que entre todos los hombres, preferirían de muy lejos tenerme a
mí como yerno que a cualquier idiota, como tiene tendencia Safia a elegir.
- Pues su
último novio es un encanto - Alatir abrió los ojos de par en par - en serio. Se
llama Ahmed. Es bibliotecario. Muy serio, bastante bajito, ni un gramo de
músculo, pero parece adorar a mi hermana. Es muy gentil, hace caso de todo lo
que le dicen y creo que mi hermana se ha enamorado de él por su voz. Se
conocieron... oye, ¿me estás escuchando?
Se había estado
dedicando a acariciarme el pelo tranquilamente mientras hablaba, e iba
perdiendo la mirada en ciertos momentos en mis ojos, en otros en mi cuello.
- Claro que te
escucho - una sonrisa Colgate® refulgió en sus labios - pero, ¿no te suena de
nada? - le miré extrañado - bibliotecario, callado, tranquilo, amable, no muy
alto - se rió - Selim, ese Ahmed es igual que tú - allí se rió a carcajada
limpia.
- ¡De eso nada!
Ahmed no le haría daño a una mosca, y como no pares de reír te corto el
pescuezo.
No me hizo el
menor caso y siguió riendo antes de abrazarme fuertemente y cubrirme de besos. Alatir
me dijo, que si yo le daba el consentimiento a Ahmed, lo más probable es que él
también lo hiciese. No iba tardar en demostrarlo. Mi hermana tenía previsto
volver por la zona al mes siguiente. Ya veríamos a ver si era verdad. Por mi
parte, no creía que los padres de Alatir dijesen gran cosa con el hecho de que
estuviésemos juntos. Conociéndoles, lo más probable es que descorchasen una
botella de champagne. Me había ganado más de una vez algún comentario del
estilo "lástima que seas hombre, sino hace tiempo que te habríamos
empujado hacia él. No nos gusta su última novia". Huelga decir que a mí me
gustaron muy pocas. De hecho sólo recuerdo un par, con las que tenía bastante
buena relación. Ahora empezaba a entender el porqué.
Después de eso,
me acurruqué tranquilamente en sus brazos. Acababa de mirar el reloj. Eran las
seis de la mañana, en una hora sonaría el despertador para hacernos levantar e
ir a trabajar. No quería de ninguna manera tener que salir de mi cama.
- ¿Se puede
saber por qué haces esa cara de depresivo? ¿Tampoco lo he hecho tan mal esta
noche que yo sepa, no? - no tenía ni idea de lo que decía.
- No quiero decir nada que pueda aumentar
tu ego ya demasiado grande - se oyeron unas carcajadas, pero las ignoré
olímpicamente - No, son las seis, el despertador sonará en una hora, y es lo
último que quiero.
- Pues te voy a
dar una alegría - lo miré sin entender - Hoy es sábado, despistado. No te me
vas a poder quitar de encima en todo el fin de semana.
Como única
respuesta me puse encima de él, aprisioné sus manos encima de su cabeza, le
besé y le dije con una sonrisa malintencionada:
- ¿No será más
bien lo contrario?
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